agosto 09, 2008

Decreto de la Utopía Perfecta


Una comisión, integrada por artistas de reconocida trayectoria e indiscutible solvencia moral, revisará los expedientes de todos los aspirantes a un innovador programa permanente de inmunidad para el corazón. Se analizarán a conciencia los méritos de los solicitantes y, luego de deliberar, la comisión publicará los nombres de quienes, a su juicio, merecen la inmunidad. Para los corazones más sensibles, una suerte de halo protector en contra de los avatares de la vida cotidiana, a saber: críticas, desaires, abuso de autoridad, burocracia, además de los no previstos. El ungido deberá portar un escudito, una playera, una banda en el brazo, una pulsera, algún elemento todavía por definir, que a la vista lo distinga del resto de la población.


Así, qué bonito será escuchar a partir de entonces las excusas que la chica dará al poeta: Qué diera yo por estar a tu lado, no soy digna de tan alto honor, ni siquiera me atrevo a mirarte a los ojos, me siento tan conmovida, me tiemblan las piernas, pero resulta que tengo un novio, por supuesto en todos los sentidos inferior a ti, eso ni se discute, de hecho lo único que el pobre imbécil despierta en mí es piedad, sé que tú sabrás entender, por eso estoy con él, tú crees que alguien como yo iba a amar a semejante botarate, por supuesto que no, pero lo malo es que luego el muy idiota se pone violento, claro, es un simio, así que por favor, márchate, te lo suplico, vete antes de que el eslabón perdido llegue con su garrote en la mano y te tunda, a ti, un alma sensible, prohombre, semejante en todo a un dios y, por favor, no regreses nunca que yo, con tal de salvaguardar tu integridad física, estoy dispuesta a sacrificar esta oportunidad de oro que, lo entiendo, lo reconozco, en mi perra vida se me volverá a presentar.


Qué hermosas lucirán, la mañana del domingo, en la sección cultural del periódico, las letras balbucientes del crítico literario: Con todo, yo no me atrevería, de ninguna manera, jamás, ánimas del purgatorio, a afirmar que no es un texto glorioso, digo, el arte es tan subjetivo, sabemos que en gustos se rompen géneros, que siempre hay un roto para un descosido, cómo empezó Juan Rulfo, damas y caballeros, guardadas las abismales proporciones, incluso ningún pudor me da exponer aquí mi propio caso, veintisiete años tratando de escribir una insulsa novelilla pero, la verdad, seamos honestos, estoy negado, digo, para qué nos hacemos tarugos, ahora, entiéndanme ustedes, pónganse un momentito en mis zapatos, tengo familia, por dios santo, algo de compasión, comprendan, de algún lado hay que sacar para la papa, ya lo dijo el poeta, hay que tragar, maldita vida, miserable mundo, mi esposa es una ballena histérica, mis calcetines ya no tienen resorte, hace catorce años que no veo a mis hijos, los del matrimonio anterior, quién soy yo para opinar, a quién le importan las conclusiones de un alcohólico acabado, necesito pagar la letra del coche.


O qué tal el empleado de gobierno en la ventanilla número ocho: Mis sinceras disculpas, su magnificencia, no le reconocí, por favor, déjeme usted aquí sus documentos, cómo fue a molestarse, pero por qué hizo fila, qué necesidad, hubiera usted pasado directamente, seguro tiene usted mucho aire limpio qué respirar y no esta peste asquerosa que hay aquí dentro y que cómo pica la nariz, y muchos pajaritos que contemplar también, indudablemente, los colores del mundo, la sonrisa de los pequeñines, el rosa chillón de los algodones de azúcar, mire que la vida es una sola y no estamos para que usted la desperdicie en estas gazmoñerías, ande, no se mortifique, salga, déjeme aquí usted sus documentos, ¿de nueve a tres?, claro que no, usted puede venir a la hora que a su bendita gracia le apetezca, o mejor, al rato yo le envío un propio a su casa, ¿no va a estar usted en su casa, estará en el jardín de la plaza, bebiendo café y leyendo a Homero?, bueno, pues que el mensajerillo le busque, que ése es su trabajo, para eso se le paga, faltaba más, qué honor recibir su visita, estamos para servirle, vaya con dios, atenderle es un placer.


Los odiosos motociclistas serán obligados a silenciar los escapes de sus máquinas infernales, para que el ruido asqueroso no importune a los ungidos. Los dueños de los camiones de pasajeros y de carga pesada, también. Los patéticos especimenes de la bien llamada clase media, que con ansia frenética esperan los días de pago para ir a gastar todos sus dineritos en fruslerías, tendrán estrictamente prohibido salir a divertirse después de sus exhaustivas jornadas laborales, así no estorbarán el espacio de los ungidos. Recuperarán su derecho al solaz únicamente el día que liquiden hasta el último centavo de todas sus deudas, o sea nunca. De esta prohibición quedan excluidos sólo los papás y las mamás que lleven a sus hijos a fiestas infantiles, al cine o al teatro, a mirar películas y obras bonitas, pero nada más. Los estúpidos devotos de los automóviles tendrán que resignarse a conducir a velocidades moderadas, así los ungidos podrán circular sin prisa, sin que el frustrado insatisfecho que viene detrás les eche el coche encima. Queda prohibido también el uso de todo tipo de cláxones, qué bonito es disfrutar los prodigios que a la vista se presentan en el camino. Los recaudadores de impuestos estarán obligados a explicar con paciencia de santo, y eso sólo cuando el ungido disponga de un tiempo para escucharlos, cómo demonios se hace el pago, y si fuere necesario llevar al ungido de la manita hasta el banco para hacer el depósito correspondiente, el recaudador lo llevará. Por supuesto, un ungido jamás hará fila. Además de los no previstos.


Sanciones para castigar el desacato a las anteriores disposiciones. Uno, para el individuo promedio: Primera vez, cuarenta latigazos en la plaza pública. Reincidencia, cuarenta latigazos en la plaza pública durante catorce días consecutivos. Tercera, que ya será necedad, cuarenta latigazos en la plaza pública durante cuarenta y tres días consecutivos. Si el terco infractor sobreviviese a la despiadada laceración: Cadena perpetua, trabajos forzados. Dos, para delincuentes, de oficio u ocasión, en cualquiera de sus modalidades: Todo ataque a un ungido será castigado con la pena de muerte, punto. En el muy remoto caso de que un ungido agrediera a otro, por considerarse ésta una acción decididamente contra natura, el felón será arrojado vivo, manos y pies amarrados, a la jaula de los leones en el zoológico de Chapultepec. Además de los no previstos.


Se tiene la optimista expectativa de que, entradas en vigor estas medidas, los zafios adoradores de la idiotez, esclavos de la tecnocracia y la perniciosa cultura televisiva, aunque fuere sólo por egoísta conveniencia individualísima, ahora sí se darán un espacio para el necesario cultivo del espíritu. Por supuesto se entiende que al principio protestarán, argumentarán que la medida es sectaria, fascista, antidemocrática. Más probablemente, en su corto lenguaje, se limitarán a condenar: qué-injusto. Pero ni modo, se chingan y se aguantan. Total, están tan hechos a obedecer que pronto acabarán por habituarse, en un par de años la cosa les parecerá lo más natural.


Firma al calce.
Fecha y tal.
Fin de la comunicación.