julio 26, 2008

Osvaldo Soriano


Sus amigos lo llamaban el gordo. La primera vez que yo lo llamé así, delante de mi hermana Cecilia, ella me miró con su sonrisita algo sarcástica, como diciendo: Igualado. Pero es que yo, de Osvaldo Soriano, decidí hacerme amigo desde las primeras líneas suyas que la buena fortuna puso delante de mis ojos. Y luego, por derecho, porque lo he buscado, porque he insistido, porque no me canso. Porque, por más que me la repitan cada vez que pregunto en las librerías, no pienso resignarme a tamaña insolente respuesta: Quién es. O en el mejor de los casos: Qué escribe. También por eso ahora puedo llamarlo así, el gordo.

Lo mío con el eterno Juan Rulfo, por ejemplo, es una veneración declarada. Sin ir más lejos, en el altarcito que tenemos en casa, donde cada día primero de mes se enciende una veladora para que la luz nunca nos falte, se encuentran: primero, la imagen del que yo mismo fui cuando niño, una fotografía a colores de aquel negrito de seis o siete años, con el pelo rizado cambujo, parado delante de lo que parece ser una cascada, sonriente y mal fajado, con el cinturón encima de la playera azul cielo, qué contento se nota que andaba por aquellos días el negrito. Después, una fotografía en blanco y negro de mis abuelos, Crescencia y José, curiosos personajes quienes, a su modo, nos fueron acompañando a todos los que hoy somos, no importa por donde caminen ahora los otros, los que nunca más volverán a figurar aquí. Luego, la imagen de Santa Cecilia, patrona de los músicos, y patrona también del pueblo donde mi madre nació hace más de medio siglo, allá en la montaña de Xochimilco. Y un poquito hacia la parte de abajo, al pie de los tres marcos de colores, posado sobre la repisa de madera, junto a una máscara de teatro, un ejemplar de Pedro Páramo. Mis protectores, los que un día por iniciativa propia decidí que guiarían mi camino.

Pero mi relación con Osvaldo Soriano es algo completamente distinto. El periodista combatiente, el exiliado triste, el hincha furioso del San Lorenzo de Almagro, el bienaventurado entre los gatos, el fumador incorregible, el narrador impecable, el futbolista nostálgico, el entrañable gordo, goleador del arco de la vida. Por quién, sino solamente por un amigo, puede uno sentir tanto amor, respeto y admiración al mismo tiempo.

En el verano del año dos mil cinco entré a trabajar como locutor en radio UNAM, la estación de la Universidad de México, donde la programación habitual se recarga mayormente en la llamada música clásica. Mis tareas entonces se reducían al mero anuncio del compositor de la obra, la orquesta que la interpretaba y el director a cargo. Siempre me pareció poco. Así que desde el principio me puse a buscar algunos datos, sobre todo en lo referente a los compositores, con la intención de mencionarlos al aire. Nunca con un afán protagónico, la idea original fue mencionarlos así nomás, como no queriendo, sólo para darle un poco de intención al asunto, porque resulta que por aquellos días la orden estricta de la dirección en turno fue sujetarnos a la escaleta redactada previamente por el señor programador. Hoy las cosas han cambiado para bien, hay nuevos funcionarios al frente de la estación, mayor libertad de movimiento, eso está muy bueno, pero aquel tiempo fue distinto, no iba yo a tomarme entonces atribuciones que no me correspondían, aunque tampoco me satisfacía la idea de sólo leer los créditos de la parte de atrás de un disco. Empecé a buscar en Internet.

Al gordo Soriano lo conocí por un par de portales literarios: literatura.org y elpoderdelapalabra.com Digamos que de chiripa, así, como muchas veces ocurren las cosas que de veras merecen la pena en la vida. En este caso, aprietas un par de teclas, escribes un nombre, la pantalla del monitor te ofrece opciones, tú le das para donde te plazca. Quizá buscaba yo la biografía de Vivaldi, de Glazunov, de Brahms, de Haydn, ahora ya qué importa, ni siquiera recuerdo cómo fui a dar con él. Lo que nunca se me va a olvidar es la primera foto suya, ésa que apareció justo al abrirse alguna de estas páginas, un plano americano en blanco y negro, un recuadro pequeñito, bonita la foto: un hombre, no tan gordo, algo disminuido, dominando un balón de fútbol. Se le mira casi de frente al hombre, calvo en la coronilla, greñudo a los costados, barbado, vestido de paisano, chaleco a rombos, pantalón y chamarra oscuros, el muslo izquierdo levantado, el balón obediente, suspendido en el aire. Y es tanta su dicha que el gordo tiene que sonreír incluso con los ojos, porque hay veces que los labios no le alcanzan a uno para hacerlo.

En otras ocasiones lo miré ponerse más serio, siempre en fotografías, aunque nunca con ese rictus, entre grave y desconsolado, tan común en los hombres que hace mucho dejaron de ser niños. Nació en Mar del Plata y, durante la dictadura militar en su país, el gordo vivió en el exilio. Lo mismo que a muchos argentinos, a él también le robaron un montón de cosas. Pero nunca las más hermosas, las mejores, que esas uno se las lleva cosidas, y cocidas, al corazón. Y vaya que al gordo le sobraba espacio para guardar tantas. Con sus buenos modos de siempre, hace poco, él me enseñó a respetar a Julio Cortazar, a quien antes detesté. Una cosa inolvidable, insólita: viene el gordo y me cuenta algunos datos biográficos del novelista, del revolucionario, del compañero argentino-parisino. Y yo: Gracias, gordo, una palabra tuya y, a partir de hoy, comienzo a respetarle el nombre a tu amigo. Rebeldes, Soñadores Y Fugitivos: qué libro, Señor mío.

Soriano habla como hablamos los seres humanos comunes y corrientes, con una prosa sencilla, él no es de esos que escriben para que solamente los entiendan y aplaudan sus tres amigos intelectuales, los que parlan el francés y se hablan de tú con Hegel. Soriano es, al mismo tiempo, ingenuo y contundente. De pronto aborda temas, a los ojos del mundo, insignificantes. Como el fútbol, por ejemplo. Pero es que lo hace de un modo tal que, esos mismos temas simples, ungidos por la tinta de su pluma, parecen gravitar en otra galaxia. En Rebeldes, Soñadores Y Fugitivos también aborda la desazón del escritor frente a la máquina, cuando las ideas se han marchado y la implacable hoja en blanco amenaza con quedarase así el resto de sus días.  Recuerda su encuentro con el comandante Fidel: Un gigante, dice Soriano. Habla de la cocacola y del gol de Maradona en el mundial de México ochenta y seis. Habla del exilio y del anhelado regreso a la tierra de uno. Entonces, deliberadamente, cita a Gardel. Él mismo acepta que es un cliché. Pero y qué, igualmente, de manera inevitable, uno vuelve a llorar junto al gordo Soriano, como él mismo lo hizo en abril de aquel hoy tan lejano mil novecientos ochenta y tres.

Luego que lo conocí, a través de fragmentos de sus hermosas narraciones, comencé a buscar sus libros con carácter de urgente. Como respuesta a mis peticiones, una y otra vez, siempre la misma cantaleta: Quién es, qué escribe, de dónde es. Hasta que un día, en una librería de viejo, encuentro una edición sencilla, pasta dura pero sencilla, de El Negro De París, un cuento tan bello como desconocido, precisamente de los tiempos del exilio. Después otra vez nada. Entonces volví a Internet. Allí uno encuentra entrevistas que, en su faceta de periodista, el gordo realizó a personajes famosos, algunas otras que en su versión de literato le hicieron a él, cartas que sus amigos más cercanos, igualmente grandes, le dedicaron cuando Osvaldo Soriano se fue a escribir y a meter goles a otro planeta, cuando se puso por última vez la camiseta azul-grana del San Lorenzo aquí en la Tierra.

Porque ser delantero centro fue su auténtica vocación y él mismo lo reconoció siempre: el fútbol, su gran alegoría del mundo. Acaso por eso nunca fue ponderado en toda su magnitud por los tecnócratas del monopolio de la cultura, los insignes lame-lame del selecto club Alabaos Los Unos A Los Otros Amén. Muchos, de menor estatura literaria y mayores ínfulas que el gordo, palidecerían ante su sola presencia dentro del área. Es argentino, escribe novela, crónica, fue periodista, murió en mil novecientos noventa y siete, lo que tenga usted a la mano es bueno, por favor, busque usted bien, tenga la bondad. Me acostumbré a dar explicaciones a los encargados en las tiendas de libros. No tengo idea de qué editorial lo publica, si usted no sabe yo menos, pero aquí, mire usted, en la computadora, aquí mismo, por favor, Soriano, es correcto, qué maravilla, aquí están sus títulos, lea: Cuarteles De Invierno, A Sus Plantas Rendido Un León, No Habrá Más Penas Ni Olvido. Lastimosamente, palabras más palabras menos, la respuesta no varió: En efecto, están en la lista de la computadora, pero no los tenemos en existencia, de hecho, parece que ya ni siquiera los editan.

Rebeldes, Soñadores Y Fugitivos me lo trajeron desde el otro lado de la ciudad. Casi me pongo a dar de brincos cuando el encargado me dijo: Sí, aquí en el sistema hay uno, sólo que no lo tenemos físicamente, hay que pagar por adelantado y en una semana te lo traen. Una edición de Seix Barral, rústica, impresa en Argentina, fechada en el año dos mil cinco, doscientas setenta y ocho cuartillas, un encuentro largamente esperado. De eso hará como un mes. Cuando al fin acabé de leerlo comencé, como dicen, a atar cabos. Entonces concluí que al gordo probablemente ni siquiera lo publicaron en México, por eso nadie, ni mis amigos los más aficionados a la lectura, lo conocen. Una pena.

Sea como fuere, seguiré buscando. Como no confío en las compras por Internet, tal vez recurra a la ayuda de algunos compañeros argentinos. No sé en otros países pero acá, en México, decimos que el que porfía, mata venado. Dicho en otras palabras: el que busca, encuentra. Por lo pronto la noche de ayer, en el país de los sueños, crucé con él un par de comentarios. Qué cosa más increíble, un sueño tan lindo. Ahora sé que pronto llegarán los libros, que ya vendrán los goles, y también los campeonatos. El fútbol es así, siempre da revanchas, por eso es el juego más hermoso del mundo.

José Arenas.
Ciudad de México. Junio, 2008.