Ignoro en otras latitudes pero acá, en la Ciudad de México, la llamada clase media es una cosa fascinante. Siempre detrás de sus aspiracioncitas, de sus expectativitas. Detrás. Ese es el sitio al que en justicia pertenecen sus especimenes. Son como los pobres galgos que persiguen a la liebre, ignorantes de su destino cruel: Nunca la van a alcanzar. Desde que empecé a observarle, hace ya muchos años, comencé a sentir una hasta morbosa atracción por sus peculiares modos. La apariencia como fundamento de vida. Detrás. No sé qué retorcido mecanismo hay dentro de mi cabezota que la materia me resulta tan atractiva. Ahora tres ejemplos deliciosos.
Ejemplo número uno. Por circunstancias que no vienen al caso, acudo a un sitio ubicado en una zona exclusiva de la ciudad. A la puerta del elegante edificio, dos hombres de traje y corbata, guardias de seguridad, me reciben con cara de perro aburrido. Digo: Buenos días. De inmediato, sin responder al saludo, uno de ellos me cuestiona sobre mi procedencia y destino. Antes de contestarle, repito: Buenos días. Por toda respuesta obtengo un mascullado ininteligible. Sonrío. El hombre trajeado, agazapado en su insistencia mecánica, arremete en mi contra: ¿De dónde viene, caballero? Así dijo: Caballero. Y yo respondo, con cinismo deliberado: De mi casa. Entrego una identificación, evidentemente no oficial, escribo mi nombre en la libreta de visitas y procedo. Una vez superados los émulos del mítico Cerbero, al interior del edificio elegante, todo es cordialidad, sonrisas impostadas. Me pregunto si mis anfitriones de veras ignoran el tipo de recibimiento que sus guardianes dan a los invitados o nomás se hacen pendejos.
Ejemplo número dos. En un restaurante muy bonito, por circunstancias que tampoco vienen al caso. Todos los empleados nos tratan, a mi joven acompañante y a mí, con modales impecables. En algún momento me levanto para ir al baño. En mi trayecto paso cerca de la cocina, cuya puerta inexplicablemente se encuentra abierta. Los empleados, que tan decentes se mostraron delante de nosotros, ahora sostienen amena charla, haciendo uso de un lenguaje que seguro sonrojaría al más desvergonzado de los galeotes. Regreso a mi lugar y observo a los comensales alrededor. Me divierte imaginar sus caras de pretenciosa indignación si, por algún error, la conversación de los empleados de la cocina sonara en un altavoz.
Ejemplo número tres. Lo escuché en el supermercado. Una señora platica con un señor acerca de no sé qué chingado objeto que ella compró recientemente. Y apura la pertinente aclaración: Lo compré en Tal lado, ya sabes que comprar en la bodega Tal es más feito.
Contrario a lo que muchos creen, la clase media no es una circunstancia de vida, ni destino manifiesto. La clase media es una actitud. Igual que el tercer mundo. Igual que la indecencia. Una decisión personalísima e inalienable. Alguna vez, alguien que se creía muy listo, me preguntó: Pues entonces, tú que eres. Nada, le contesté, soy nada. Solamente soy un tipo que camina y bebe café. No me gusta ir a pasear el fin de semana a las plazas comerciales. Y como no tengo dinero para ir a Nueva York, y aunque lo tuviera jamás de los jamases iría, mejor me voy al café de la esquina, pido uno cargado, sin azúcar, y me pongo a leer un libro bonito. Fin.